martes, mayo 27, 2008

Historia del crimen: LA BANDA DE BONNOT.

"El caso de los asesinos trágicos", Primera Parte.

Posted by Xavi Sans










Documentación a cargo de Xavier Sans Ezquerra, 2.008. Sobre un guión sin posibilidades, Lleno de interrogantes y casualidades.

INTRODUCCIÓN:

La historia que paso a narrarles a continuación tuvo su origen en la desgarradora realidad humana y social europea, y sobre todo francesa, de principios del siglo XX.

La aparición de un grave problema económico y la enorme distanciamiento existente entre las clases sociales, como consecuencia de una completa caducidad de las jerarquías políticas, así como la creación de los grandes sindicatos y otras organizaciones obreras, dan paso a un cada vez más fuerte sentimiento nihilista por parte de las llamadas clases oprimidas. Esto hizo posible una situación de revuelta y caos que ningún régimen político, ni policial, podía atajar. Los bandoleros urbanos comenzaron a robar los modernos automóviles de los ricos para utilizarlos en su huída tras sus atracos a bancos, ante la perpleja mirada de unas anticuadas fuerzas policiales.

Algo que nos parece "tan actual" ya estaba totalmente en auge por aquellos lejanos días: la escala terrorista.

Bandas o individuos aislados, llevados por un idealismo proletario feroz, unido a un deseo de subvertir la situación política, y con oscuros pensamientos xenófobos y antisemitas en la cabeza, actuaban con total impunidad en los países europeos de mayor nivel industrial.

En este contexto de terror e inseguridad ciudadana, de política de intereses minoritarios y grandes anhelos de libertad anarquista, idealizada e instigada desde Rusia, es donde aparece el ladrón y pistolero Julien Bonnot, quien convirtió a un grupo humano de intelectuales y proletarios en asesinos, allá por 1.911. Ahora paso a contar los últimos años de la banda de Bonnot, llamada en la época: "los bandidos del auto"; conocerán también sus características personales, ambientales e históricas, la banda estaba formada por ideólogos anarquistas deseosos de una mayor "acción física", hartos ya de la fase intelectual y pacifista que les aletargaba, (editaban un periódico sem.-clandestino llamado "L´Anarchie").

Bonnot, -el antihéroe de esta historia absolutamente verídica-, es un delincuente de poca monta, misterioso, frío y vengativo. Hombre de viva inteligencia que se aprovecha de las debilidades del grupo anarquista para sus propios fines, creando una mortífera banda en lo que antes era un polvorín humano recalentado. Una vez encendida la mecha, la banda asolará, masacrará y aterrorizará en los alrededores de París y Lyon desde 1.911 a 1.913. Un año más tarde toda aquella situación caótica devendría en conflicto abierto. Sería el inicio de la Primera Guerra Mundial o Gran Guerra.

ACTO 1. EL CAPITAL.

Lyon, 12 de octubre de 1.911. Carretera de Viena, 23 bis. Hay un modesto y corriente taller de reparación de motocicletas y automóviles. Sus propietarios: Bonnot et Demange, -apodado "Petit"-, son socios recientes, pero se llevan muy bien. Su habilidad como mecánicos es notable, así que no les falta trabajo. Tras haber comido vuelven al trabajo.

Justo enfrente del taller se halla Jaillet, el farmacéutico, su compañero de "partidita", quien sale en cuanto los ve llegar para advertirles:

- ¡Eh, P´tit!, ¡Julien!..., acaba de venir un inspector de la policía y ha estado tratando de tirarme de la lengua. Cree que en vuestro taller hay motos robadas... Creo que no va a tardar en volver por aquí a seguir husmeando...

Bonnot, tomado por sorpresa, ni se inmuta. Su rocoso rostro permanece altivo e impasible cuando con gran calma comunica a su socio la intención de acercarse un momento al quiosco a por un periódico mientras P´tit abre iza la puerta metálica que cubre el taller. Bonnot se va caminando sin prisa. Demange (P´tit) jamás volverá a verle vivo...

Apenas diez minutos después de la extraña huída de Bonnot, el mismísimo subjefe de policía de Lyon irrumpía en el taller acompañado de un grupo de inspectores. Detienen a P´tit y registran el garaje de cabo a rabo pero Bonnot está lejos. Por culpa de un policía demasiado curioso está sin trabajo, sin negocio, y se ha convertido en un hombre perseguido. Está a punto de comenzar "el caso de los asesinos trágicos", como acabará por llamársele en su tiempo, el dossier criminal más fantástico en los albores del siglo XX.

El sumario probaría que en el garaje de Bonnot et Demange había dos motocicletas modelo Terrot que habían sido robadas en los almacenes Weber, en la calle Vandôme, la madrugada del pasado 31 de Marzo. Bonnot había abierto un taller para poder vender los automóviles y las motos que robaba hasta en Suíza, -que es de donde era-.

El sumario también probaría que Demange era inocente. Un hombre no demasiado curioso que hacía tan solo la función de hombre de paja. P´tit solo pidió a Bonnot que le garantizara el mismo jornal que le pagaban en la fábrica de Barliet, tras dejarla los dos.

Mientras P´tit/Demange se explicaba, Bonnot entró en una cochera cercana y saltó al volante de un magnífico deportivo de 18 caballos de fuerza que había robado a un coleccionista de sellos de Viena, y se lanzó campo a través con destino a París.

(La cochera era un almacén de vehículos robados, él tenía alquiladas ocho cocheras más como esta bajo el falso nombre de Antoine Renaud).

Al pasar con su flamante automóvil, Bonnot recoge a Platano, el italiano, (también conocido como Mandino o Mandolino); antiguo mozo de panadería que ha sido detenido en varias ocasiones por repartir octavillas antimilitaristas. Bonnot y él habían trabajado juntos descerrajando cajas de caudales o destrozando las puertas de algunos garajes, con una clara intención... Platano acaba de llegar recientemente de Italia a donde ha ido a arreglar un problema relacionado con una herencia, de repente tiene cuarenta mil francos encima, entusiasmado le transmite su alegría a Bonnot.

El expansivo Platano le comenta su proyecto más inmediato: Cuando llegue a la capital de Francia irá directamente a ver a sus amigos, todos son del movimiento libertario. Editan un periódico "La Anarquía", sin apenas medios económicos, y Plátano les ha prometido lo necesario para reemplazar la vieja maquina. Con lo que sobre piensa empezar una nueva vida. Y también se acordará de Bonnot.

Bonnot conduce con el ceño fruncido:

-"¡Hay que ser imbécil para gastarse ése dineral en mejorar ésa porquería de periódico...!"; -piensa-.

Y también piensa en la bella Judith... La tierna Judith de frescos brazos que estará esperándole en su habitación, sin sospechar que la policía la tiene rodeada...

Judith, a la que conoció en 1.907, cuando Julien Bonnot se instaló como huésped en casa del matrimonio Thollon, que tenían la costumbre de tomar un pensionista para balancear su presupuesto. ¡Extraña pareja hacían los Thollon!...; él un ex-fundidor de 31 años convertido en guardián del cementerio de Loyasse, más interesado en emborracharse que en vigilar. Ella, la bella Judith, no escatimaba el favor de sus encantos a todo el mundo. Mercier, el anterior huésped de los Thollon, se lo dijo a Bonnot: "¡La nena traga!". (Luego cuando se tomó declaración al matrimonio se supo que Judith había tenido, desde que se casó el 12 de julio de 1.900 hasta 1.905, una treintena de amantes conocidos).

Pero nada fue igual desde el momento en que Bonnot entró en la vida de Judith. Por fin ella había encontrado un hombre de verdad, un hombre que lucha contra la sociedad y no un imbécil como su Thollon. No tenían secretos el uno para el otro, todo lo compartían, incluso las ideas, (a Judith la llamarán sus vecinos "la guillotinadora"); Judith redacta la correspondencia de Bonnot que él firma como Antoine Renaud, ella le guarda el dinero e incluso llega a participar en alguna correría nocturna. Hasta va a empezar a estudiar inglés y alemán. Planean irse al extranjero a disfrutar de la vida cuando reúnan dinero suficiente, no sin antes haber asesinado a Thollon. ¡El pobre Thollon que cuando llega Bonnot, él se marcha!

En todo esto piensa Bonnot mientras huye hacia París a una velocidad endiablada, Plátano duerme a su lado, su espíritu tranquilo se fía de Bonnot, un conductor sin par, el más hábil que nunca hubo en la firma Barliet para probar sus bólidos de carreras.

El 2 de diciembre de 1.911 el Juez de Instrucción enviaba una comisión integrada por el subjefe de policía de Lyon y el Doctor Locard, jefe del laboratorio criminal de la policía, a visitar al matrimonio Thollon, iniciando así una cuidadosa inquisitoria.

Al levantarse todo el suelo de madera del cuarto de huéspedes aparecieron ocultos siete sopletes, seis manómetros, un tanque de oxígeno, material de falsificación de moneda, paquetes de moneda falsa de cinco francos, y varios paquetes de melinita (explosivos). Los Thollon fueron detenidos y conducidos a la prisión de Lyon.

Thollon, curiosamente, parece aliviado, respira. Irá a ver al inspector para confesar:

-Voy a la cárcel,-dice mientras se lo llevan-; no hay duda... pero al menos esta noche, dormiré tranquilo...

Bonnot prevé la detención de su amada y su ira aumenta. La mañana del 27 de noviembre de 1.911, en mitad del bosque de Logettes, muy cerca de Châtelet-en-Brie, el motor parece haberse recalentado en exceso. Bonnot se detiene. A Platano le quedan solo dos minutos de vida cuando Bonnot le comunica que se ha roto la correa del ventilador...

En aquel mismo instante, el guarda jurado Blondeau efectuaba su roda en el coto de los faisanes cuando oyó dos detonaciones...

Inicialmente pensó que se trataba de cazadores furtivos, el perro del guarda gemía hasta lograr zafarse de su correa. El guarda Blondeau siguió al perro que corría, y cuando llegó al camino de Melun recibió la sorpresa más desagradable de su vida.

Ante su presencia, un hombre arrojó un cuerpo humano inerte, subió al coche y salió del bosque como alma que lleva el diablo.

Las ropas del hombre muerto se hallaban revueltas y sus bolsillos al revés. Tras la oreja izquierda de Platano dos orificios iguales podían apreciarse, sin duda producidos por las balas del revólver.

El guarda tomó una bicicleta y pedaleó hasta Châtelet-en-Brie para advertir a los gendarmes y pedir ayuda. En vano. Platano se hallaba en coma. Esa misma noche, a las diez, falleció en el hospital sin recobrar el conocimiento.

Los inspectores de la policía examinaron el abrigo que llevaba Platano. Era completamente nuevo y de buen corte, cosido con todo esmero... El trabajo de un buen profesional. Una tarjeta encontrada en el bolsillo interior de la chaqueta anunciaba que el abrigo fue confeccionado en los "Almacenes Gentleman" de París, paseo Poissennière 24. Nº del resguardo 5.236". Los inspectores se personaron en los almacenes con el traje del difunto. El dueño del establecimiento reconoció inmediatamente el abrigo, examinó su libro de clientes y dijo que el nº del resguardo correspondía con el del "Sr. Mandino, calle de la Nación, nº 5".

Mandino es uno de los nombres falsos que Platano solía utilizar, el aparato policial se pone en marcha, avanzando lentamente. El primero de diciembre de 1.911 "El Proceso de Lyon" pide en grandes titulares la ayuda ciudadana para la captura de Bonnot.

Solo falta proceder al arresto. No se logrará nunca. El culpable ha desaparecido. Bonnot ahora se llama Julio Comtesse, por obra y gracia de unos documentos, (libreta militar y partida de nacimiento), que ha sustraído a su cuñado. Ha teñido su bigote de rojo. El falso señor Comtesse ocupa una habitación en una tranquila pensión familiar de la calle Nollet, Nº 45, Bonnot se está haciendo pasar por un respetable hombre de negocios de Belfort.

La policía le sigue los pasos. Los días pasan. ¿En que pensaba Bonnot, solo entre las cuatro paredes de su cuarto?

Seguro que en Judith, pudriéndose en la cárcel, a quien envía regularmente pequeñas sumas de dinero, acompañadas de cartas anodinas que firma con un nombre falso.

También debe recordar su pasado, su infancia destruida, su madre muerta cuando él tenía solo cinco años... en las peleas de su adolescencia en los bailes de Montbeliard... en sus primeras actividades como propagandista de la anarquía, que le supusieron ser despedido de tantos trabajos...

En su primera mujer, Sophie-Louise Burdet, que lo abandonó para irse con su mejor amigo; llevándose a Justin, su hijo, al que nunca volvería a ver, ¡nunca! Justin ahora será ya todo un hombre...

Bonnot pronto desespera. Una fría rabia le domina. -¡Se acabaron los pequeños hurtos!,-piensa-; ¡las cosas sin envergadura...!

Bonnot tiene cuentas que arreglar... ¡con toda la sociedad!; ya oirán ellos hablar de Julien Bonnot. Va a montar un golpe a lo grande...

Claro que...está solo. Necesita hombres. Y hombres de una pieza, dispuestos a todo...

Pero, ¿dónde encontrarlos...?

lunes, mayo 26, 2008

Astral Navigations, "Holyground"

“Un corto y agudo estallido se disuelve, fundiendo el mar con la línea de la costa. El caminante solitario se asoma, más allá de la ventana. En la tierra baldía.

Puedes casi oír aquel lugar, desnudo, desconocido, muerto. En el que sólo existe el aleteo crujiente de un ave solitaria, erguida, enfrentándose a las tinieblas.

Silencio en el pasaje del tiempo. Un piano aislado, y voces que aparecen tras las distantes montañas, creciendo... Tanto, que consiguen vencer la negrura. Después, simplemente belleza.

El tiempo prosigue su tic-tac. La Realidad. Mientras tanto, hacemos lo que podemos para ir.

Estamos allí, pero muchos no, ¿cómo lograr entenderlo? El Navegante Astral está aquí. Él les dirá cómo. Sólo hay que sentarse y escuchar. ¿Qué es el Ayer? Justo cuando comienza a cansarnos es apuñalado con arañazos sensuales de guitarra. Una voz que no es de este mundo lucha para sobresalir y permanece en su tono bajo y profundo. La guitarra gime y de pronto la mente se sacude y ralentiza y acelera y es empujada a... Llegan los últimos temas, la nave espacial habla, el viento chilla.

Antes de pasar a la otra cara, deténganse, y piensen donde han estado los últimos veinte minutos. Fue hermoso, ¿verdad?”

Como pueden intuir a partir del título y del fragmento de la reseña que escribió Peter Ball para “STYNG” (que he traducido al inicio muy libremente), Astral Navigations es un album que pretende hacer de puente con los otros mundos, y este punto me resulta muy curioso: no sólo con los paisajes abandonados que en su día significaron el caos y la génesis, los territorios astrales, sino también los paraísos celestiales, en los que el Navegante Astral se desvela como el Mesías cristiano.

Astral Navigations conjura dos misticismos que no se enfrentan como contradicción, sino que resumen la necesidad del viaje al otro lado. De la misma forma, se cruzan y jamás colisionan las dos formaciones que intervienen en la grabación.

La cuenta atrás del despegue se da cuando Mike Levon, que tenía una banda de versiones de los Shadows, y Dave Wood, graban una serie de LPs y Eps de folk a finales de los sesenta. Es el germen de lo que sería “Holyground”, registrada en 1966 como productora, creada con la voluntad de editar LPs de folk psicodélico.

Astral Navigations se graba entre 1970 – 71. Cada cara del disco corresponde a un grupo distinto. El primero, Lightyears Away, cuenta con la colaboración de Global Village y de Bill Nelson, y grabaron en el estudio de Holyground Enterprises, Cass Yard, en una habitación minúscula. Thundermother eran un grupo de estudio y su contribución se registró en una semana, de forma casi improvisada, y con los componentes en avanzado estado lisérgico.

La gestación del LP en si misma se podría calificar como homérica. Tardaron 400 horas en producirlo, ya que se grabó en mono y se copiaban las pistas de una máquina de grabación a otra, y después a otra, y así sucesivamente, mezclándolas al momento. Un trabajo de chinos. Realmente siento que es un privilegio poder escuchar hoy en formato digital este lapso de tiempo encerrado que permanece, de ese pasado vagamente intuido del año 71 en Lincolnshire.

Rescatar los sonidos añejos de los pianos caseros, que fueron fabricados con chinchetas y una llave inglesa. Las guitarras torturadas. Distinguir los sonidos de lanchas espaciales, de respiraciones y de ovnis, a través de los ecos que provocaban los auriculares de fase cuya patente ostentaba “Holyground”...

Y por último, comentar esa voz, casi inaudible, esa voz que podría pasar desapercibida a no ser de su extrañeza y que nadie, hasta estos días, ha podido dar una explicación convincente de su origen. Esas palabras que se oyen al final del disco original: “You Know Me”.

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miércoles, mayo 21, 2008

Jean-Claude Vannier . “L’Enfant assasin des mouches”. 1972.


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Lost Driver

Lo cotidiano puede ser mágico. La vida diaria nos regala diversas experiencias en las que podemos vislumbrar ese toque fantástico. Es la magia que se presenta bajo los más insospechados atuendos para luego formar parte de ti. Y te acompaña durante días, semanas, meses e incluso décadas. Los límites de la fantasía dependen de nosotros. Cuando lo real es tan real que parece inventado. Olores, sabores, sonidos, luces o texturas que nos transportan sin movernos. Un viaje por los recuerdos, los pasados y los futuros, pues entonces el tiempo deja de ser una medida para ser un lugar.

Es el arte de detenerse y observar. Ver como en los gestos más sencillos se suceden miles de historias por segundo. Sólo hay que estar despierto para seguir soñando.

Gracias a estas almas visionarias que extraen el néctar mágico de lo que nos rodea podemos hallar en nuestra vida senderos por los que desviarse un instante y viajar. Jean-Claude Vannier es una de esas almas libres capaz de sumergirnos en las aguas de nuestra propia experiencia.

L’Enfant assasin des mouches” es la historia de todos los que soñamos despiertos. Una oda a la inocencia salvaje. Una maza para destruir todos los relojes. Una invocación a salir a la calle con nuestras espadas de madera. A comernos todos los helados. Volver a ser príncipes o princesas, galopando en caballos de cartón a través del tráfico. Dejarnos asombrar por las alturas de los árboles y sentirnos felices ante las puestas de sol, después de una tarde de juegos en el parque con los pantalones manchados de tierra. Ensordecer con nuestras cajitas de música.

Una llamada a escuchar ese frágil ser que conocemos tan bien aunque en ocasiones permanezca escondido. Un canto a contemplar todo con nuevos ojos. Una sucesión interminable de primeras veces.

Y no permitir jamás que las moscas se posen en nuestras cestas de jugosa fruta fresca.

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martes, mayo 20, 2008

Kindness Humpty

Ellos quieren que comamos sus dulces. Pretenden que no podamos vivir sin sus golosinas. Tal vez morir. Sí, decididamente.

Abre tu mente y regálame tus juguetes. Vamos a comer niños… Porque ellos no quieren que comamos sus golosinas, quieren que nos comamos los niños; y vestir su cuerpo con los disfraces más locos, para que seamos menos cautos si el envoltorio es de color verde.

Es sólo un elefante de goma” se les ocurrirá decir. No es exactamente cierto. Aunque les sirva, por un tiempo.


lunes, mayo 19, 2008

Bunny Love

Amor mío,

Te echo muchísimo de menos. Cada minuto sin ti es una agonía. Hace un segundo me he acordado de ti al enjabonar la colada con tu jabón de afeitado. Desde que te marchaste a tierras exóticas lavo mi ropa todos los días, para al ponérmela sentir el perfume que sentía al darte un beso cada mañana.

He dibujado tu rostro en el plato mientras comía, con dos hojas de lechuga, las dos mitades de un huevo duro y un pimiento. Tu imagen me enloquece, me parece verla en todas las esquinas, me acosa cuando duermo. Cariño, estoy realmente muy enamorada de ti.

Me he portado bien y no he tirado tus Playboys. Au contraire, los he ordenado por orden alfabético, apilándolos bajo los sacos de patatas del granero. Los veo deshojarse mientras doy de comer a las gallinas y me ponen muy triste, ya que simbolizan este interminable otoño de nuestra pasión.

Mis amigas me cuentan cosas muy malas de ti de cuando eras soltero, y a veces me pongo celosa, pero entonces recuerdo tus dientecitos amarillos y soy incapaz de guardarte el menor rencor por todo aquello.

Por todo esto y mucho más que no soy capaz de expresar con palabras, estoy deseando que vuelvas a casa pronto, maridito mío. Me he comprado un camisón nuevo, color rosa palo, que pienso estrenar la noche que regreses… Yummy yummy….

Muchos besos de tu Bunny.

jueves, mayo 15, 2008

SAM GOPAL “ESCALATOR”

Disculpen mi estilo descuidado, por un momento dejaré de ser la corrección en las teclas para dejar fluir mi estilo libre.

Esta tarde hemos visto a Fran en el Parque. Nos ha comentado cómo pensaba escribir unas letras sobre el disco de Sam Gopal y enviármelas esta noche… Más tarde, hablando sobre una y mil cosas, desvariando, he llegado a emocionarme comentando el gran consuelo que es para mi tener un amigo como Big Fran. No es sólo que me sienta amparada en cualquier pequeña dificultad que él solucionaría a manotazos, no es sólo eso. Es uno de “los”. Ese alguien que sabes que sólo encontrarás una vez en la vida, el mejor amigo, el que te llama cuando te duele la tripa por comer demasiadas palomitas y el que se interesa por tus muñecos imaginarios. Hablaba con Lost Driver sobre la unión en el dolor, de la grandeza de los pesares compartidos que te vinculan al otro por siempre. Hablaba, aunque hoy en día suene a algo pretérito, desusado, de la amistad. Fran es el mejor amigo que uno puede tener. La amistad es un intercambio de locuras. Una conjunción de caracteres más allá de gustos o similitudes. Y para nosotros, que hemos sido sus mejores amigos desde ángulos distintos, conocernos y ser los mismos convierte a Franky en una especie de mago que ya sabía todo antes de que pasara. El mito de nuestras vidas.

Hablaba y hablaba, cuando ha sonado el tema 9 del disco de Sam Gopal que Fran me había prestado para el ripeo, “Angry Faces”. Todo lo que pensaba sonando en voz alta.


Al mismo tiempo, esta misma tarde, Fran escribía algo sobre el “Escalator” de Sam Gopal:


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Hoy les traigo una de esas cositas que podrían quedarse en la mera curiosidad por lo particular de su contenido, pero que van un poquito más allá hasta el punto de convertirse en un de esos discos para momentos que tanto nos gustan. Una vuelta de tuerca más al esotérico mundo de los blues que tanto gustaban a los melenudos de finales de los sesenta, el disco de Sam Gopal se acerca a la espiritualidad de éstos invocándolos como si se tratara de un ritual de paso, de iniciación en algún culto misterioso, esa es la sensación que me transmite su escucha, y suelo reservármela para esos momentos nocturnos de vuelta a casa en coche después del trabajo, cuando la fatiga te hace ligeramente más receptivo, y más propenso para encontrarse con uno mismo.

Me reservo al segundo párrafo para desvelarles unas cuantas pistas más: una de las particularidades que más salen a colación (y que , acidhead dixit , podría tirar un poco p’atrás) es ese sonido de tabla hindú que se mezcla con el sonido del bajo y que convierte la sección rítmica en una especie de catarata del sonido, que transmite una sensación parecida a la que nos produciría el instrumento ese raro de los 13th Floor Elevators, añadido al tono solemne, pero a la vez relajado que adopta Lemmy a lo largo del disco. Un tono que lo podríamos comparar a un John Mayall de cuando se fue a vivir al árbol o a Jim Morrison a punto de dejarse crecer esa barba que tal bien le quedaba. Y sí, lo han adivinado ese Lemmy en entregas sucesivas de la historia del rock británico se convertiría primero en el miembro más pendenciero de los también visionarios (pero de otra manera) Hawkwind y luego en una de las bandas más legendarias de la historia: Motörhead. Venía por cierto, de hacer de roadie de la Band of Gypsies de Jimi Hendrix

De Sam Gopal, su percusionista, apenas sé nada aparte de su origen, sí, lo han adivinado, indio, pero me da a mí que tiene gran parte de la culpa de uno de los sonidos más peculiares de la época. Sé que queda tópico que el tipo de aspecto y procedencia exótica de la banda se le otorgue el papel de gurú o mejor aún, de chamán, pero déjenme permitirme esa licencia. Y dejemos a otros que se concentren en aspectos más sospechosamente profundos y que nos expliquen como han descubierto la sopa de ajo, y, ahora sí, concentrémonos en el sonido de este disco. A ver qué pasa.

Fran le Kinky

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miércoles, mayo 14, 2008

Mikres Afrodites (1963)

Eros jugando al escondite. Las redes ineludibles que extiende el dios primordial de la lujuria, pero también el dios de la Luz originaria. Los poderes de Eros: la diversión, el movimiento, el caos… todos estos elementos confluyen el la deliciosa Mikres Afrodites de Nikos Koundouros. Una película para apagar todos los relojes y abrir una ventana de imágenes a la Grecia clásica, aquella en la que Teócrito ponía luz a los amores pastoriles.

Y no es la única referencia literaria la de Teócrito, “Mikres Afrodites” es también una adaptación de la novela de Longo Dafnis y Cloe: la historia de dos jóvenes pastores que al crecer juntos, acaba surgiendo entre ellos la pasión. Pero Koundouros toma estos personajes simplemente como punto de partida para tejer su propia historia: un grupo de pastores nómadas acosados por la sequía deciden establecerse un tiempo junto a un pueblo de pescadores mientras esperan las lluvias. Los hombres del pueblo están fuera, pescando, y sólo algunas mujeres toman contacto con los viajeros. Pero serán estos tímidos acercamientos los protagonistas de la cinta, dos narraciones paralelas acerca del tránsito del amor, del ciclo vital y de las edades del hombre.

Porque las dos historias que Koundouros nos cuenta, una de amor adulto, la otra de iniciación al amor, plantean el juego amoroso como una caza: ternura y violencia, susurros y gritos, persecuciones, preámbulos. Los protagonistas se mueven en una atmósfera sensual, semidesnudos, rodeados de los poderes de los cuatro elementos y aprendiendo los misterios iniciáticos del sexo de los animales que los rodean.

Un maravilloso universo de símbolos, un paraíso pagano dorado continuamente por los rayos del sol. Imágenes que permanecerán para siempre en la retina, como poesías. Momentos eternos reproducidos en una pantalla que se transforma, durante una hora y media, en un espejo de nuestro pasado.


miércoles, mayo 07, 2008

Sam Peckinpah visto por Gonzalo Suárez

Sobre literatura de cine:

SAM PECKINPAH, Y SU MIRADA ALTERNATIVAMENTE COLÉRICA Y MELANCÓLICA, Vista por GONZALO SUÁREZ.


Posted by Xavi Sans









"A falta de contable, daré cuenta de mi estado de cuentas. Mi inversión en la vida aconteció en Oviedo, Asturias, en 1.934. Así que, mal que me pese, sólo he podido acumular 70 años. En ellos, y entre otras cosas, he hecho libros y películas. Entre los primeros, consignaré los tres últimos: El asesino triste (Alfaguara, 1.994), Ciudadano Sade (Areté, 1.999) y Yo, ellas y el otro (Areté, 2000). Y entre mis películas, las tres primeras: Ditirambo (1.967), Fausto (1.969) y Aoom (1.970). Para cerrar el cómputo citaré de paso, Epílogo (1.984) y Remando al viento (1.987), así como los libros Trece veces trece (Ferré, 1.964) y Gorila en Hollywood (Planeta, 1.980). Por lo demás, dejaría que el autor se aventurase. Si otro lastre, por el libro El hombre que soñaba demasiado (Areté, 2.005), en el que cuento incluso lo que no debiera contar.

El sujeto que procederé a analizar a continuación es:

SAM PECKINPAH. (Fresno, California, 1.925- Inglewood, California, 1.984).

Realizador cinematográfico norteamericano especializado en una primera etapa en westerns crepusculares, ásperos y realistas; en su segunda etapa reflexiona sobre la violencia cotidiana".

AL PIÉ DEL PEÑATÚ. 1.970.

"En el festival de San Sebastián del setenta, Aoom acababa de cosechar un sonoro fracaso, aderezado con abucheos, pateos y algún bravo. El presidente del jurado era tuerto y se cambió el parche de ojo para no ver la película. Se llamaba Fritz Lang.

A pesar de todo, Aoom obtuvo el mejor de los premios. Acabado el festival, cuando mi mujer, Hélène, y yo hacíamos las maletas, el director americano Sam Peckinpah, al que admirábamos desde Duelo en la alta sierra (1.962), me envió a su secretaria.

Quería conocerme y ver la película. La vio. Y, en lugar de viajar a Londres para iniciar la preparación de su próximo rodaje, se vino con Hélène y conmigo a Asturias.

Fueron quince días exultantes, hasta que intentó estrangular a la secretaria.

Bajábamos la montaña al caer la noche, tras haber estado bebiendo y charlando al pie del ídolo neolítico del Peñatú. De repente, le sobrevino uno de sus proverbiales arrebatos de violencia etílica, y comenzó a zarandear a la joven, increpándola porque ella se había adelantado con Hélène, en lugar de caminar a nuestro lado y traducir puntualmente la conversación.

Irrisorio pretexto, ya que Peckinpah y yo nos entendíamos bien sin intérprete e incluso sin palabras. La cólera no tenía más causa ni razón que la unión de Júpiter y Johnnie Walker ensañándose a dúo con la Cenicienta. Una cólera, ciertamente injusta y despiadada. Me interpuse y, como corresponde a un auténtico caballero, salvé a la chica de las garras que atenazaban su cuello. Hélène se la llevó montaña abajo, para darle cobijo en el apartamento al borde del mar que habíamos alquilado aquel verano.

Pero antes tendrían que pasar por el hotel para recoger la maleta, ya que la doncella compartía habitación con el ogro, y no deseaba volver a verlo ni en pintura. Al menos, eso aseguraba.

Por mi parte, tras la trifulca, lo había perdido de vista. Le llamé en vano. Era de noche. Una noche de luna llena. Y, gracias a la luna lo encontré. Arrodillado. En medio de un charco. No rezaba, pero la reflexión del agua le proporcionaba un aura de beatitud. Descendí por el pedregoso terraplén y le tendí la mano. La aferró, sin levantarse ni soltarme. Permanecí aprisionado, mientras él me hablaba. Me dijo que haríamos juntos muchas películas, pero que esa chica debía irse aquella misma noche.

No cedí al chantaje. Lo saqué del charco y cargué con él hasta la carretera. Las mujeres se habían llevado el coche y era impensable que por aquel lugar pasara un taxi. Pero pasó. Y libre. Una maldita coincidencia. Un milagro lamentable. Una deleznable jugarreta del azar. Llegamos al hotel de Llanes en el mismísimo momento en que Hélène y la secretaria salían de la habitación. Tuve que salvar a la chica por segunda vez.

Alzó el puño para pegarme, mientras ellas se escabullían en pos de la maleta que había rodado por la escalera. No me inmuté. No me pegó. Quise devolverle la cazadora que me había dejado cuando aquella noche tuve frío. La rechazó. Tampoco quiso el pañuelo del actor William Holden, que me había regalado y yo lucía anudado al cuello. Al cabo de treinta y tres años perdí el pañuelo y me queda estrecha y corta la cazadora, pero conservo el momento. Me dio un ultimátum.

-O se va ella, o me voy yo.

-Vete tú - dije, y salí. Así comenzó nuestra tormentosa amistad.

Salvé a la chica y él voló a Londres. Al amanecer. No sin antes beberse las existencias del bar y secuestrar durante horas al director del hotel para sonsacarle mi paradero. En vano. No porque se resistiera, sino porque lo desconocía. El pobre hombre no acertaba a explicarse, ni a contarme, lo sucedido. Un extraño huésped le había obligado a permanecer sentado y encerrado en su habitación mientras le acosaba a preguntas sin respuesta posible, confesó.

Los días de exaltación llegaron a su fin tan inesperadamente como habían comenzado. Hélène y yo nos quedamos tristes el resto del verano. Sam me dejó una nota, torpemente mecanografiada. "Que gran espejo tener tú", decía. Un críptico mensaje digno de su tatarabuelo indio".

"Aoom". 1969

MOSCAS EN LA CABEZA.

"Previa reconciliación epistolar, me reencontré con Sam Peckinpah en Londres. Quiso que un tal Ken Hyman, alto ejecutivo de la Universal, viera Aoom. Tras el fracaso en San Sebastián, la película no tenía distribuidor. De hecho, nunca llegaría a tenerlo.

Como era lógico, al tal Ken Hyman le horrorizó la película y eso supuso la quiebra de mi proyecto cinematográfico. Un cine que mezclara géneros. Realizado con la libertad del arte moderno y la cadencia emocional de un poema. En las antípodas del cinéma verité en boga y sin el empaque del cine profesional, mi propuesta no podía prosperar.

Me estaba bien empleado. Por obstinarme en inventar el cine con la secreta esperanza de inventar la vida. O, al menos, una forma de vivirla haciendo cine. Rodar como si las cosas no existieran hasta que uno las imagina, como si la sinfonía precediera a la partitura. A la manera de Monet o Van Gogh, en los que la pincelada prevalece sobre la temática. O como Aoom. Donde la temática deviene pincelada. Y en la que el espíritu de un actor, cansado de sí mismo y del mundo, se proyecta fuera del cuerpo y entra en el de una muñeca que acabará rota y lanzada al mar. Pero el tal Ken Hyman, como todos los de su especie, desconocía el precepto de Mozart: "La verdadera música está en las notas". Estas enaltecedoras reflexiones no me servían de consuelo.

Tampoco el contundente consejo de Sam: "Nunca cambies". Predicaba con el ejemplo. Él no había cambiado ni cambiaría. En el transcurso de los años, hasta su muerte, tuve ocasión de comprobarlo. Y la primera noche, apenas llegado a Londres, no tardó en hacerme una demostración. Durante la cena en un distinguido club privado y ante el espanto de la concurrencia, intentó estrangular a su nueva secretaria.

Esta vez, Panchito Kowalsky, escritor y amigo de Sam, me contuvo. Al parecer, según él, se trataba de un ritual, convenido o consentido, al que debía habituarme. No me habitué. Pero la secretaria sí. Tiempo después, en Los Angeles, presencié escenas similares. Él la zarandeaba e insultaba, ella lloraba y salía corriendo, yo recriminaba a Sam que, en cierta ocasión, con ingenua jactancia, me dijo: "Soy un hombre malo".

Ella, por su parte, admitía resignada: "Así es él, le gusta vivir deprisa". Lo de vivir deprisa implicaba, al parecer, proporcionar intensidad dramática a cada instante.

Como cuando, entristecido por la muerte de su amigo William Holden y sin que yo pudiera impedírselo, en un restaurante madrileño lanzó el cuchillo de la carne sobre la cabeza de los aterrorizados comensales. Se quedaron pálidos. Del color de la pared en la que había ido a clavarse el cuchillo. El que se tratara de un famoso director de cine americano, según aducía el atribulado maître, no tranquilizó a los clientes que, con la debida cautela, abandonaron el local.

El alcohol ininterrumpidamente ingerido, desde el primer vodka con naranja hasta el último brebaje nocturno, era la pócima que convertía a Sam en Hyde. Pero, más allá de sus legendarios desmanes, era un ser encantador. De exacerbada sensibilidad y elegancia natural. Tras las gafas oscuras, con las que en su sempiterno estado de resaca o ebriedad se solía proteger del sol y del mundo, anidaba una mirada dulce, lúcida y profunda que reservaba para los niños y los amigos, en los raros momentos en los que no entraba en combate consigo mismo. Padecía, eso sí, una pertinaz dolencia: no soportaba la felicidad. Sin duda, por miedo a perderla. La vida era un río turbulento, y cualquier remanso resultaba peligroso por si la quietud del agua dejara entrever el fondo. Como aquella noche en Malibú, en el porche de su bungalow.

Estábamos los dos repanchingados en sendas hamacas, mecidos al claro de luna por el rumor del mar, cuando en el confín de la playa, sobre una duna de arena, alguien comenzó a rasgar cansinamente su guitarra y, con voz gangosa y lastimera, se puso a cantar. Cuerpos jóvenes en traje de baño no tardaron en congregarse a su alrededor.

Era Bob Dylan. A Sam, con los pies en la baranda, el cigarrillo en los labios y el vaso en la mano, se le veía feliz. "Me gustaría morir así", se limitó a comentar. No se murió así. Cómo y dónde no viene ahora al caso. La cuestión es que, una mañana, me desperté deprimido en Londres porque a un tal Ken Hyman no le había gustado mi película.

En aquel hotel, regentado por hindúes que, a horas intempestivas, hablaban a gritos y subían y bajaban escaleras con estrépito, tenía la impresión de haberme despertado en la celda de un manicomio. Eso contribuía a un estado de ánimo acorde con el puré de guisantes y la sucia llovizna de la noche anterior, en la que Peckinpah, Kowalsky y yo vagabundeamos juntos.

Para colmo era domingo. Sam había ído a recoger un premio a Sorrento y Panchito Kowalsky, con una página en blanco en el rodillo de la Underwood y una bolsa de hielo en la nuca, trataba de reanudar el guión interrumpido de Quiero la cabeza de Alfredo García (1.974), relato que él había escrito y que Sam me había contado la tarde del Peñatú. Una historia bella y sobrecogedora. La amistad de un hombre con una cabeza cercenada, metida en un saco plagado de moscas. Así me sentía yo. Como la cabeza del saco. Y, perseguido por moscas zumbonas, salí del hotel y eché a andar.

Una andadura de caballero más andante de lo que podía suponer".

TIEMPOS EXTRAÑOS.

Hélène visitó a Peckinpah durante el rodaje de Perros de paja (1.971) y él le dedicó una curiosa foto, en la que se le veía pedaleando sobre un triciclo. En el triciclo le venía pequeño y se daba con las rodillas en el pecho. La foto era curiosa y la dedicatoria también:

"Se avecinan tiempos extraños, ¡cabalga!".

(Extractos de El hombre que soñaba demasiado, GONZALO SUÁREZ, 2.005.).

GORILA EN HOLLYWOOD. GONZALO SUÁREZ, 1.980. (Fragmentos).

Gorila en Hollywood Gonzalo Suárez, nos deleita con la lucidez y el humor de una obra que, desde los sesenta, abarca libros y películas, revelándonos un proceso creador ininterrumpido y en pleno desarrollo. Tras escribir con Sam Peckinpah la adaptación cinematográfica de su novela Doble Dos, (una intriga en la que está involucrado el dictador Francisco Franco); Gonzalo Suárez toma como punto de partida su aventura hollywoodiense, con personajes reales como Ray Bradbury y el propio Peckinpah, para revelarnos una vertiginosa visión del mundo y sus alrededores, en irónica alusión al universo literario que acota y expande la realidad.> X. S. E.

I

1.974.

"Ayer fui a los estudios más pronto que de costumbre. Serían, aproximadamente las cuatro de la tarde. Sam Peckinpah dormía a pierna suelta. Vive allí desde que terminó su última película. La cama ocupa casi la totalidad de la reducida estancia. En la pared hay una larga y apaisada fotografía de la actriz mejicana Isela Vega en pelotas. La habitación es tan asfixiante como la roulotte o el bungalow de Malibú. Decidí dar una vuelta para hacer tiempo. El emblema de la Metro-Goldwyn-Mayer ya no ruge. Las gloriosas sombras ya no están. El sol de Los Ángeles añora los desiertos de antaño, y su rutilante nostalgia, remedando a la Real Academia, limpia, seca y entontece. Para protegerme de sus rayos, me introduje en una nave, plataforma de rodaje viuda de trabajo y huérfana de luz, donde a duras penas se atisbaban inútiles andamiajes, gigantescos paneles, tarimas y practicables arrinconados, garfios colgantes, burdos anzuelos sin cebo, y lacias cuerdas, miserables lianas de una selva dormida. (...)

Sam Peckinpah me esperaba. El despacho olía a cagadas de gato. Tiene dos. Un arisco macho negro de Borneo y una siamesa sinuosa y ronroneante. El macho suele subirse a lo alto de la puerta entreabierta y luego maúlla desesperado porque no se atreve a bajar. La hembra, por su parte, juguetea incesantemente con las revistas pornográficas que se acumulan a lo largo de una mesita convertida en mostrador de suculentas ensoñaciones eróticas para visitantes ociosos.

Sentado en el suelo, con la espalda contra la pata de la mesa había un tipo de tez aladrillada y campechana expresión. Su atuendo resultaba juvenil y deportivo, en flagrante contraste con cierto carisma de experto catador de vinos. El diagnóstico bien podría haber sido: bon vivant francés, profesor de UCLA. Era Ray Bradbury. Sonreía.

Fui a sentarme en el diván, junto a una chica de dulce mirada miope y adiestrada sonrisa profesional. Se trataba, según supe después, de la secretaria de Bradbury, y a su lado había otras dos mujeres. Secas como nueces, parecían compartir el mismo cascarón.

Desdibujado en un ángulo, con la silueta recortada sobre un cartel de western, permanecía silencioso un individuo que podría ser pistolero, policía o representante. Era representante.

Y había alguien más. Alguien en quien precisamente convergían todas las miradas. Un ser grotescamente angelical. Una rubia de traslúcidos tirabuzones, cutis rosado de lechoncillo, manos regordetas y mariposeantes, ojos de celestial estupor bajo las etéreas sombrillas de burdas pestañas postizas. Toda ella resplandecía con el brillo empalagoso de un regalo de Navidad envuelto en celofán.

Era la muchacha que aspiraba al papel de Loreley.

Peckinpah informó a los presentes sobre nuestro común trabajo en el guión de mi libro Doble Dos. El gato de Borneo emitía resignados maullidos desde lo alto de la puerta. Peckinpah explicaba el libro a su manera, "una historia llena de misterio, poesía, sexo y violencia" que requería una niña de doce, quince, dieciséis años, una actriz capaz de sugerir los más insondables abismos, capaz de comportarse al tiempo como un ángel de la guarda y como la más perversa y refinada prostituta.

Miré de soslayo a las dos damas que, conmigo y la secretaria de Bradbury, compartían el diván. Eran, respectivamente, la madre y la hermana mayor de la chiquilla. Tuve la impresión de que acababan de arrancarles sendos esparadrapos adheridos a los pelos del pubis, a juzgar por la dolorosa y heroica tirantez de sus aquiescentes sonrisas.

Peckinpah les preguntó, con soterrada malevolencia, si estaban dispuestas a que la chica no sólo se exhibiera desnuda sino que fornicara sin subterfugios ante las cámaras. La hermana se sonrojó hasta el lóbulo de las apergaminadas orejas. La madre tardó en responder. Luchaba entre un arrebato de elemental pudor y su acendrada vocación de mercachifle.

Dijo al fin que lo mejor que hacía su hija era recitar a Shakespeare. Entonces Peckinpah entornó los párpados y, tras crear una resabiada expectación musitó:

-"No sé cómo expresarte con un nombre quién soy... Mi nombre, santa adorada, me es odioso, por ser para ti un enemigo. De tenerla escrita, rasgaría la palabra."

Imaginémonos por un momento la escena. Las gafas de Ray Bradbury, de sólida montura, se empañaron y sus ojos risueños se diluyeron tras la vítrea neblina; los de su secretaria, en cambio, se dilataron con oronda fijeza en un superfluo y bien aventurado esfuerzo para que el improvisado desafío culminara felizmente. Creí percibir en las damas secas un rumor de ramaje. El impasible representante chirrió como un gozne oxidado. Y la gatita siamesa de hizo pis.

-"Todavía no han librado mis oídos cien palabras de esa lengua, y conozco ya el acento -replicó Loreley-. ¿No eres tú Romeo y Montesco?"

Era una voz meticulosamente cursi, deliciosamente pizpireta, y las manitas rosáceas habían extendido sus dedos palpitantes en un ademán de exquisita pretenciosidad. Un monstruo recompuesto, pellizco a pellizco, desde su nacimiento. O desde antes. Un prodigio de relojería visceral que desgranaba las palabras con el musical automatismo del cuco desde su caja.

Me volví hacia la madre y sorprendí el rostro macilento transfigurado por una súbita e insospechada luminosidad y las lacias comisuras de los labios vibrantes de incontenible orgullo. Reteniendo, a duras penas, su exultante vanidad, anunció que su hija sabía una canción de cada país del mundo y propuso que cantara, en mi honor, una en español.

La niña, envolviéndome con su mirada azul, se disponía a ejecutar la amenaza, cuando Peckinpah se puso en pié, la agarró por los tirabuzones y, encarándose con la madre, exclamó:

-¡Fuera este maldito pelo! ¡Ya pasaron los tiempos de Shirley Temple! ¡Es ridículo!

¡Córteselo!

La señora se incorporó lívida, pero prometió que le cortaría el pelo a su hija si eso resultaba imprescindible. Peckinpah la emprendió entonces con el vestidito de relamidas tonalidades más propias de un pastel de bodas que del atuendo de una actriz en los tiempos modernos, y luego esgrimió, en su incontenible delirio, una de las revistas pornográficas, en cuya portada aparecía la efigie de Marilyn Monroe rociada de esperma, y la agitó a modo de banderola, proclamando a gritos que había sonado la hora de la liberación sexual, que la revolución estaba en la calle, en los quioscos, en las pantallas..., y que una actriz actual debía comprender, de una vez por todas, que el don generoso de su cuerpo no era más ignominioso que la pretendida oferta, a diez dólares la entrada, de los más sublimes recovecos de su alma, y que en ambos casos el arte y la industria exigían que sus medios expresivos estuvieran acordes con las pulsiones de la época, más allá de hipócritas pudibundeces que alentaban nefastos sueños reprimidos que sólo habían engendrado guerras, catástrofes y frustraciones.

En ese momento, el gato de Borneo se decidió a saltar desde el montante de la puerta y fue a caer sobre la cabeza de Ray Bradbury, que emitió una circunstancial risita de conejo, al tiempo que un hilillo rojo serpenteaba por su sien. La secretaria acudió presurosa, pañuelo en mano, y desinfectó con vodka el rasguño, mientras las dos damas secas se retorcían crepitantes, como si estuvieran abrasándose al unísono en el fuego infernal.

El turbulento marasmo desencadenado hizo que yo añorara de sopetón un rectángulo de césped asturiano. Sin embargo, resultaba curioso comprobar que la menos afectada por la tempestuosa diatriba era precisamente Loreley, que no cesaba de sonreír a diestra y siniestra como si coqueteara con una hipotética legión de moscas. Comprendí que aquella puñetera criatura seguía dominando, desde el mismo vértice, el torbellino. Se había constituido, de forma espontánea, en el ojo del huracán.

-Es importante, muy importante...-dictaminó una vez más, Peckinpah- que quede bien claro este punto. No habrá limitaciones en las escenas de índole sexual.

La madre y la hermana intercambiaron una angustiosa mirada de impotencia. Su desfasado sueño de gloria hollywoodiense estaba a punto de desvanecerse, pero se resistía a doblegarse bajo los golpes de batuta de aquel loco director que, según a ellas se les antojaba, enarbolaba más bien un grosero falo.

¿Debían entregar su pulcra muñequita a las libidinosas veleidades de aquella trinidad de corrompidos servidores de los apetitos mundanos? Se debatía allí una dolorosa cuestión. Muchos años de sórdidos pigmalionajes estaban, de repente, en juego.

Profesores de dicción, declamación, baile, idiomas, se habían convertido por arte de birlibirloque en inútiles comparsas, irrisorios petimetres, desmayadas marionetas sin hilos. ¿Qué hacer?

-También escribe versos -balbuceó la madre ya vencida-. ¿Quiere que le recite uno de sus últimos poemas?

Creo recordar que aquellas fueron las últimas palabras que pronunció. Brotó un denso silencio, como una enmarañada planta invisible. Peckinpah eructó. Bradbury limpiaba parsimoniosamente los cristales de sus gafas. La secretaria agarró entre las suyas una de las manitas de Loreley. El representante se desperezó, a la manera de un sofá que se convierte en una cama plegable.

-Sería interesante saber -esbozó cautamente- si el señor Peckinpah considera que la niña reúne condiciones para desempeñar el papel, porque, en este caso, estoy seguro de que cualquier dificultad será allanada.

Peckinpah acariciaba ahora el ronroneante lomo gris de la minina siamesa.

-Lo que diga mister Suárez -murmuró.

Acababa de pasarme la pelota, sorprendiéndome a contrapié. Ahí estaba yo erigido en juez del pleito y ejecutor de la criatura.

-No, no sirve -dije.

Con mis palabras quedaba zanjada la asquerosa situación. El globo se deshinchaba con un irónico pufido. Por un lado, todo el mundo quedó aliviado. Por otra parte, sobrevino el acre regusto de la decepción." (...)

II

"El otro día estaba comiendo con un productor en el restaurante Beverly Hills. Tan horrible como el Hilton. La diferencia estriba en que las manadas variopintas de turistas han sido suplantadas por un ofensivo papel pintado que forra obsesivamente los pasillos y que reproduce, de forma agobiante, el lujurioso follaje de las selvas tropicales. Algunas estrellas, como Elizabeth Taylor, tienen reservados, en el jardín, bungalows que más bien recuerdan los barracones de un campo de concentración.

Pues bien, allí habíamos ido a parar y la comida transcurría plácida y anodina cuando, con la agresividad del punzón sobre la pizarra, una voz garabateó en el aire, más para hacerse notar que para hacerse entender. Una voz de mujer. Me volví, y reconocí, a duras penas, a Rita Hayworth. Desgreñada y sarcástica, sólo conservaba atisbos de su maravillosa sonrisa. Estaba con un grupito de cineastas mejicanos.

En su desesperado afán de no pasar inadvertida, comenzó a burlarse, sin ton ni son, del productor que estaba conmigo y ello provocó un intercambio de explicaciones entre los ocupantes de las dos mesas. Los mejicanos disculpaban los desmanes de la actriz y el productor quitaba importancia al accidente con su mejor sonrisa. Todo terminó con efusiva cordialidad, y Rita Hayworth rompió a llorar desconsoladamente.

Fue necesario acompañarla a su habitación. La pobre mujer estaba deshecha, y yo también. La impresión no podía resultar más deplorable. (...)

Yo estaba esperando a Peckinpah, que, como de costumbre, se atrasaba. (...)

Peckinpah llegó media hora después. Dino de Laurentis le había ofrecido la dirección de una película de veinte millones de dólares, me anunció. Haríamos la película juntos. Se trataba de una nueva versión de King Kong." (...)

III

"Pekinpah está disperso. Tan pronto me habla de postergar Doble Dos y trabajar en King Kong* como de irnos a Hawai.

* Finalmente, Sam Peckinpah no rodó ni la adaptación de Doble Dos ni la nueva versión de King Kong.

Por cierto, he recordado ciertas cosas referentes al rodaje de Killers ellite (1.975) y quiero relatarlas, porque intuyo que pueden tener relación con acontecimientos que no tardarán en producirse. (...)

Un chino que había trabajado como especialista en la película, siempre andaba jugando con una cadena, la hace silbar en el aire y se la enrolla de golpe en el cuello.

Tiene una sorprendente habilidad que exhibe en cualquier ocasión. James Caan se pavoneaba, en las pausas del rodaje, peleando con él en plena calle, para delicia de las espontáneas admiradoras.

Se habían rodado interiores en los despachos de un inmenso edificio de cristal. Justo frente al cementerio en que está enterrada Marilyn Monroe. Precisamente a la entrada del cementerio permanece aparcada, hace días, la roulotte de Sam. Y, en la acera opuesta, el camión de atrezzo, con toda clase de cachivaches y... bebidas.

Allí, en plena calle, celebraron el final del rodaje. Circuló el vodka con champagne y un inhalador que hacía explotar la cabeza. Se lo pasaban de unos a otros con el clandestino regocijo de colegiales. La primera vez que lo probé, la calle se ensanchó de tal manera que, cuando intenté cruzarla para refugiarme en la roulotte, creí que jamás llegaría al otro lado. Pero la segunda vez que me lo ofrecieron recurrí a un truco ignominioso que ya había utilizado con determinado polvillo blanco. En lugar de sorber, expulsaba el aire por la nariz. Este modo de proceder me hacía sentirme como el traidor de la comedia, pero preservó, en parte, mi relativa lucidez.

La más destacada peculiaridad de aquella fiesta era la falta de alegría. Apareció uno de los actores vestido con el uniforme de policía que le había correspondido usar en la película y se puso a dirigir el tráfico. Tuvo gracia, porque obligaba a los coches a subir a las aceras y a girar estúpidamente sobre sí mismos, en demenciales maniobras.

Y los conductores obedecían sumisos, con más temor que extrañeza. Pero no había alegría. Era como esas veladas de fin de año en que todo el mundo lleva a cabo las contracciones "rictuales" de estarse divirtiendo, y están en realidad asquerosamente persuadidos de que todo es una pifia, un cochambroso estertor.

Acabamos, después encerrados en la roulotte, donde entró un gordo a vender relojes.

Regalos de Sam para los principales actores, que dicho sea de paso no se habían quedado en la fiesta. El único vestigio del elenco protagonil era la secretaria de Gig Young, filiforme hasta tal extremo que su cabecita cabría por el diminuto ojo de una aguja (ese agujerito bíblico por donde los ricos acabarán haciendo pasar los camellos a golpe de dólar). Y, de pronto, Sam se puso a insultarla y la echó de allí, sin razón alguna, como suele hacer con las secretarias.

El gordo también se fue con su ristra de relojes. Y la noche empezó a caer.

Quedábamos cinco y el hijo de Sam, que tiene unos diez años. Jugábamos desabridamente a las cartas (al mentiroso), sin dejar de beber. A dólar la mano. Ganó el niño. Por la puerta abierta se veía la luna. En una ocasión me descarté de cuatro y me salió ful. Eso le hizo gracia a Sam. Me estrechó la mano y empezó a apretar. A pesar del alcohol, tenía una fuerza endiablada. Me miraba fijamente y redoblaba el triturante apretón. Yo aguanté como pude, apretando a mi vez. Pero como tengo la mano más pequeña, no podía abarcar la de él. Sin embargo, resistí el embate, y acabó claudicando. Se volvió a los demás y dijo: "Mi perro hermano tiene tanta fuerza como yo." Pero noté que algo se le había metido en la cabeza, su mirada se había enturbiado, y la mano rastreó sobre la mesa al encuentro de las gafas que aprisionó en el puño con rabia hasta hacerlas añicos. Este gesto tuvo la inmediata consecuencia de que nos quedamos solos él, el niño y yo. Y el niño me dijo: "Vámonos, Gonzalo", como quien conoce bien a su padre. Pero yo no me moví. Y el niño me miró alucinado, como si algo tremendo fuera a pasar. ¿Y que pasó? Pues que Sam se puso a mear, al claro de luna, por la puerta abierta. Y mientras orinaba, masculló: "Mi hermano ya sabe lo que hay debajo..." Lo decía con enorme tristeza. El niño y yo nos miramos sin comprender, pero impresionados por el tono sibilino, casi desesperado.

"Debajo ¿de qué?", le pregunté. "Debajo", se limitó a contestar.

El cementerio está vacío y Sam mea sobre una de las tumbas. Encima de la losa hay una flor aplastada, como si hubiera permanecido mucho tiempo metida entre las páginas de un libro. El chorrito cae ininterrumpidamente sobre la losa. Puede que no sea una tumba, sino la trampilla metálica. Porque yo estoy descendiendo por los húmedos peldaños. "Mi hermano ya sabe lo que hay debajo", dice Sam. (...) Seguí bajando. Al son de la meada continua, que se estrellaba contra la losa o el metal. Que casi me salpicaba, al choque restallante. Acompañada de un largo pedo irrisorio. Confusamente reminiscente, a medio mezclar con el tufillo tóxico de los pétalos marchitos. (...) Y Sam Peckinpah meando sobre la tumba de Marilyn Monroe, mientras entre sus dedos sostenía una flor marchita...

Y sus enigmáticas palabras: "Mi hermano ya sabe lo que hay debajo..." (...)

IV

"Han pasado tres días; por fin, me pongo de nuevo a escribir. ¿Me estoy volviendo loco? Es posible. El guión de Doble Dos avanza penosamente. Sam impone un sistema de trabajo demencial: él escribe por su lado y yo por el mío y luego, previa traducción, intercambiamos las páginas y yo reescribo su parte y él la mía, y volvemos a cruzar papeles, y así sucesivamente. Se requiere un desmesurado esfuerzo para un mediocre resultado, y las hojas se acumulan sin sentido. (...)

Es inútil hablar con Sam, ya que aniquilamos las horas jugando a la baraja. Lleva el mazo en el bolsillo y, en cuanto nos quedamos a solas, reparte con celeridad las cartas, sin mirarme a los ojos, como si tuviera algo que ocultar. Y yo acepto el ingenuo subterfugio, e incluso procuro mostrarme divertido. (...) Él está vencido. Lo sabe. Y sabe que lo sé. (...) Muchos lo dicen. No es nada nuevo. Sam nació agonizando." (...)

V

EPÍLOGO:

"Ayer, Peckinpah dio un pase nostálgico de Grupo salvaje (1.969) en su versión completa. Es decir, la que ni siquiera se vio en Estados Unidos. El público, de amigos, era infecto. Durante la proyección estuvieron comiendo y bebiendo, salían e entraban en la sala, reían y aplaudían sin ton ni son. Yo estaba sentado al lado de Warren Oates, que me pasaba un porro tras otro. No vi la película. (...)

Ray Bradbury, en su estudio de Cheviot Dr., entre dos retratos de Edgar Allan Poe y un descomunal reno, fláccido y rosado, de trapo, me relató una extraordinaria historia que no había contado a nadie. Hay ruidos que parecen ruidos y no son ruidos. Él, una vez, había oído un ruido extraño en los sótanos de la Universal. Era un ruido imposible de transcribir, como casi todos los ruidos, pero curiosamente resultaba "fácil de no olvidar". El ruido se produjo cuando metió una moneda por la ranura de una de las máquinas de escribir automáticas instaladas en los mencionados sótanos.

La moneda daba derecho a teclear durante una hora. Pero en aquella ocasión el mecanismo no funcionó. En cambio, se dejó oír una especie de ronquido convulso, de estertor de cantante de jazz acatarrado. En lugar de reclamar su dinero, Bradbury se apresuró a buscar un magnetófono, introdujo otra moneda y grabó el ruido en cuestión.

Pasando la cinta en sentido inverso, el ruido ya no era un ruido, sino una palabra enigmática pero inteligible: "FAHRENHEIT." "Lo demás fue fácil", concluyó."

"Autor original, divertido, profundo imaginativo y libre".

Rafael Conte de Gonzalo Suárez.

Recopilación a cargo de Xavier Sans Ezquerra, 2.008.