miércoles, mayo 18, 2011

Fleurs de sang


Los dientes de león refulgían mordientes entre las hierbas altas. La maleza forjaba a mi alrededor un refugio de pólenes y motas de polvo danzarinas. El sol todo lo devoraba, insaciable y despótico. Y la sangre podía así fluir libre de temores, encharcando la tierra ávida de su abundancia y negrura. Algunos sapos chapoteaban en sus oscuridades, en tanto mis ojos iban del amarillo de las flores dañinas al rojo intenso del fluido vital que se extendía en burlones riachuelos por el prado.
“Venid, pájaros, venid”, canturreaba a las avecillas que merodeaban sobre mi escondrijo. Pero no se aventuraban. Acaso temían. Podrían robar las cuentas del collar desecho, o picotear el nacimiento del cabello en mis sienes. Podrían beber de mí. No. Tal vez morirían infladas de mi sangre espesa, teñido su blanco pecho de coral y amatista.
Regueros negros se arremolinaban en mis tobillos, y los dientes de león, inclinándose graciosamente, soplaban mis heridas, suavizando su dulzor punzante. “Venid lepóridos, venid”. Pero ni siquiera el asesino volvía, a rellenar con su arma blanca las heridas abiertas que todavía le aguardaban.